Bienvenidos a
No son las cosas en sí mismas las que nos perturban, sino la opinión que nos hacemos de ellas.
Epicteto

La complejidad del Mundo Árabe desconcierta a Occidente.  Lo que allí sucede lo deja estupefacto. Con excepción de ciertos especialistas que se han ocupado de aprender la lengua árabe, de viajar frecuentemente y de buscar información de primera mano, los occidentales conocen poco y mal la realidad del Mundo Árabe.  Digamos en su defensa, que dicha realidad es tan cambiante que no es raro que parezca incomprensible.

Pero los medios de comunicación juegan, sin duda, un papel nefasto en dicho desconocimiento.  Hostigados por la rapidez con que se suceden los hechos, los medios no cuentan con el tiempo suficiente como para detenerse, comprender y explicar.  No hacen más que relatar los sucesos considerados por los periodistas o las agencias de prensa como significativos.  De igual manera, el Mundo Árabe que se proyecta diariamente en las pantallas de televisión, más allá de la actualidad, sigue siendo para muchos un enigma.  Así las cosas, la sobreinformación de sucesos tiende a confundir los espíritus y los problemas, a ocultar las posiciones que se están jugando.

Extraviada, la opinión pública se refugia en los estereotipos y en los prejuicios.

El prejuicio ha sido desde siempre el elemento caracterizador de los comportamientos de los pueblos, de sus actitudes, de sus lenguas.  El prejuicio es una certeza simplista, una frase lapidaria.  No tiene necesidad de explicaciones más profundas, es un atajo tentador, es tenaz y duro de borrar y de modificar.  Negativo, puede conducir a exclusiones sociales y aún peor, a genocidios.

Imagen esquemática, empobrecida, inocente, el estereotipo es una simplificación y una deformación abusiva de lo real; es índice de comunicación unívoca, de una cultura en vías de bloqueo.

Si se hace una reflexión sobre la producción del estereotipo, se puede percibir que obedece a un proceso simple de fabricación: la confusión del atributo y lo esencial, que da pie a la extrapolación de lo particular a lo general y, en el plano sociocultural, de lo singular a lo colectivo.  Así, el estereotipo entrega una cantidad mínima de información a cambio de una comunicación lo más masiva posible.

Portador de una definición del Otro, el estereotipo es el enunciado de un saber colectivo que se cree válido, en todo momento histórico.  De hecho, y como explica de manera pertinente el profesor D.H. Pageaux: el estereotipo no sólo es el índice de una cultura bloqueada; desvela una cultura tautológica en la cual todo análisis crítico está excluido, en provecho de algunas definiciones esencialistas.

Paradójicamente, cuanto uno más se acerca, más se alimentan de estereotipos; el cara a cara de Occidente/Oriente es, en este sentido, ejemplar por la duración (14 siglos) y la intensidad (una rivalidad profunda oculta o relegada a veces a un segundo plano).
Si la realidad del Oriente árabe fuera tan hermética, podrían comprenderse la tenacidad de los prejuicios en su contra.  Pero la realidad del Mundo Árabe no es tan hermética como se dice: las cosas son demostrables, los mecanismos son desmontables, los sucesos no surgen por casualidad; no hay certezas simples ni definitivas.  En suma, la realidad del Mundo Árabe de hoy no puede explicarse por estereotipos como integrismo, violencia, riqueza petrolera, antioccidentalismo.

El integrismo, del cual se habla tanto en Occidente como si se tratara de un espantapájaros, no ha aparecido de la nada.  Es el hijo de una época, sostenido por ciertos grupos sociales, minoritarios, sin duda, pero que, desde el punto de vista económico y social, son representativos.

La violencia no es patrimonio exclusivo del mundo árabe-musulmán.  Desgraciadamente, reina un poco en todas partes. Incluido Occidente.  Pero allí donde el Estado es de constitución frágil o la participación popular limitada, allí donde las injusticias sociales son alarmantes, donde la lealtad al Estado central es más débil que la lealtad comunitaria, clánica, tribal o religiosa, allí donde las agresiones de todo tipo son moneda corriente, la violencia tiende a propagarse.  Pero es una aberración afirmar de manera general que hay pueblos que en esencia son violentos y que hay otros pacíficos.  La violencia no es la elección de una sociedad, ni un modo de vida.

Por otra parte, la historia misma de Europa ¿no ha sido acaso una serie ininterrumpida de violencias, que culminaron con la barbarie hitleriana? ¿Podría un golpe de amnesia colectiva hacer olvidar a Europa la explosión de fanatismo religioso que desgarró durante dos siglos a católicos y protestantes, el Terror bajo la Revolución Francesa, las carnicerías producidas durante las guerras coloniales o, aún más cerca nuestro, los 45 millones de muertos de la segunda guerra mundial?

Entonces ¿por qué este gusto por hablar contra -la barbarie del Otro-, del Musulmán, del árabe? -El occidental liberal y pacificado- de hoy ¿olvida acaso todas las violencias fundadoras de la modernidad, de las cuales está tan orgulloso?

Vayamos al petróleo, a los petrodólares, a las petromonarquías.

El petróleo procura ingresos, pero no crea riqueza. O al menos, la riqueza que procura es provisoria, pasajera, eventual.  La verdadera riqueza reside en la sabiduría de los hombres, su propensión a producir lo esencial y socialmente útil, su gusto por la igualdad y la libertad de elección.  De igual modo, decir que los árabes son ricos porque tienen petróleo es como afirmar que los españoles son ricos porque tienen sol y que los holandeses son ricos porque tienen agua.  En niveles diferentes, el petróleo, el agua y el sol procuran una situación próspera. La diferencia es que el petróleo no es un bien reproducible y que su precio fluctúa de acuerdo a las variaciones del mercado.

Además, de unos 220 millones de árabes ¿cuántos tienen petróleo y cuántos sacan provecho de él?

Otro mito bastante extendido en Europa es el supuesto antioccidentalismo de los árabes.  De hecho, Occidente, en el Mundo árabe, atrae al mismo tiempo que repulsa, pero atrae mucho más de lo que repulsa.  Cierto es que los árabes no olvidan fácilmente la etapa colonial, el asunto de Suez, la guerra de Argelia y sobre todo la implantación del Estado de Israel en territorio palestino, bajo la complicidad de un Occidente culpabilizado a causa de la barbarie hitleriana.

Pero, y a pesar de estos recuerdos dolorosos, cada  árabe lleva en sí un poco de Occidente.  Hay que reconocer que la dominación occidental no se ha dado por la exportación de sus máquinas y equipos al Mundo Árabe, sino sobre todo porque ha sabido exportar su aparato cultural (sus lenguas, sus gustos, su visión del mundo) y su modo de desarrollo.  De hecho, sí Occidente ha creado el Oriente sin intentar comprenderlo.  Oriente busca recrear el Occidente sin tratar de asumir su modernidad con todo lo que ello implica.

Todas estas ideas superficiales sobre el Mundo Árabe, y más allá, sobre Oriente nos recuerdan una verdad primera: si Oriente continúa habitando la visión de Occidente es que Occidente continúa mirándose a  través del otro: el árabe, el musulmán, el Oriental.  Se pregunta uno lo suficiente, por ejemplo ¿por qué a los ojos de los occidentales, resulta tan obvio que el terrorismo sea -árabe-, el fanatismo -islámico- y el despotismo -oriental-?.  No basta con indignarse contra esas terribles simplificaciones, es necesario comprender sus raíces.  Las explicaciones ¿deben buscarse entre los árabes, los musulmanes o en Occidente? La respuesta no es simple.

Lo que sí es cierto, sin embargo, es que resulta en vano estudiar al Otro sin haberse mirado primero frente a aquel.  Lo que sucede es que la representación que Occidente se hace de Oriente es, antes que nada, imaginaria, parafraseando el título de un libro notable de Thierry Henstsch.

Ahora bien, el imaginario colectivo de Occidente sobre Oriente (sobre todo musulmán) dice muchas más verdades sobre el sujeto que observa que sobre el objeto observado.  Es lo que la historia piensa de los árabes, de los musulmanes  y de los orientales desde hace siglos.

Occidente e islam

Para comprender la visión occidental de Oriente hay que volver a su historia.

El nacimiento y la rápida expansión del Islam, en los siglos VII y VIII de la era cristiana, modificaron de forma duradera la geografía política y religiosa del Mediterráneo.  El Mediterráneo dejó de ser el Mare Nostrum de Occidente, convirtiéndose en el lugar de encuentro de Oriente-Occidente, y no un lugar de fractura como escribió en 1935 H. Pirenne: -En los bordes de Mare Nostrum se extienden dos civilizaciones diferentes y hostiles-.

Cierto es que los musulmanes aparecen como enemigos, pero, para los contemporáneos de Carlomagno, los -musulmanes- son unos enemigos entre otros (sajones, lombardos, etc.).  Si hoy en día todos los escolares francófonos conocen la fecha de la batalla de Poitiers, librada por Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, es porque la importancia de dicha batalla fue glorificada, magnificada a posteriori, para marcar -el alto de la invasión islámica-

¿Qué habría sido del destino de Europa si Carlos Martel no hubiera estado allí en el 732? se preguntan todavía los medios de comunicación.

Curiosamente, si todos los libros occidentales de historia hacen referencia a Poitiers y a Carlos Martel, raros son los historiadores árabes que evocan esta batalla como algo más que un hecho menor.  Grandes escritores como Tabari (muerto en 923) de Andalucía o Ibn Kütiyia (muerto en 977) no hacen ni una sola referencia.

Dos mundos distintos, para comenzar.  En los albores del siglo VIII, la cristiandad occidental queda reducida a unos horizontes muy estrechos, mientras que -el estandarte del Islam flota por entonces, sobre inmensos espacios uniendo el Asia al Atlántico-.  Pero estos dos mundos son hostiles, ya que el largo diálogo que deberían mantener Occidente y su rival musulmán se estrena con un -intercambio guerrero-.  Las conquistas musulmanas aparecen entonces como una agresión injustificada.  Un reflejo defensivo conduce naturalmente a describir al asaltante en términos muy negativos. Destructor de ciudades, pillo, secuestrador, artesano de la traición, estos son algunos de los defectos más atribuidos al Sarraceno.  -En total, un cuadro bien escuro-, comenta Phillippe Senac, -que no parece guardar ninguna virtud moral-.  Así la primera imagen del Islam en Occidente se elabora en función de una experiencia inicial eminentemente conflictiva, real si se habla de la totalidad de territorios conquistados en algunas décadas, pero fragmentaria, sin embargo, ya que las poblaciones asaltadas no veían sino el  reverso de una civilización extranjera y no la realidad islámica en su integridad-.

Del Islam no había nada.

En estos primeros tiempos, los Sarracenos no parecen haber sido percibidos como adeptos de una religión, sino como adversarios militares.  La expresión corriente utilizada para describirlos fue -gentem perfidam Sarracenorum- (la nación pérfida de los Sarracenos).  Aunque también se utiliza moros para designar a los autores de las incursiones marítimas.  Más tarde, en el siglo IX (principalmente en Italia) se llama a los musulmanes de una manera bastante confusa ismaelitas o paganos.  En el siglo X, el monje Flodoardo asocia implícitamente a los musulmanes a  las otras naciones              -saqueadoras- bajo la etiqueta de bárbaros.

De esta manera, -percibidos en función de una visión egocéntrica, que consiste en negar todo sentimiento religioso a los pueblos de fe diferente, la Alta Edad Media hizo del Sarraceno un guerrero pagano e idólatra-.

La oposición Oriente/Occidente que echa raíces en la expansión árabe, durante el siglo VIII, es política, económica y cultural (la oposición Islam/cristiandad no existía aún).  Este corte aparece con las Cruzadas entre los siglos XI y XIII.  A partir de esta época, la cristiandad germano latina entra en contacto con el Islam.  Antes del siglo XI, los reinos cristianos de Occidente ignoraban casi todo sobre el mundo del Islam.  Cierto es que la mayoría de los cronistas occidentales relataban algunos hechos sobresalientes de las guerras entre musulmanes y cristianos, sobre todo en España, en Italia y excepcionalmente en Oriente.  Pero se trataba de hechos militares que no implicaban ningún conocimiento del tema.  Todo sucedía como si el entorno musulmán no existiese.  Algunos embajadores musulmanes con los carolingios o con los emperadores alemanes, o aquel magrebí que fue enviado a Berta de Toscana, y principalmente en Italia, los mercaderes de Venecia y de Amalfi, solían contar ciertas cosas sobre el Islam.  Pero debemos creer que aquellos relatos interesaban poco porque se carece casi por completo  de notas.  Aún más, el día después de la Cruzada, un autor de la ciencia de Guibert de Nogent escribía que él no había podido encontrar nada que hubiera sido escrito sobre Mahoma.

En Italia, a falta de información directamente llegada del país del Islam, Anastase Le bibliotecario tradujo la crónica bizantina de Teofano, en la cual el capítulo consagrado a Mahoma constituye prácticamente todo lo que se conocía sobre el tema antes de las Cruzadas.  Incluso los papas, para los cuales el Islam habría podido suscitar algo de curiosidad, eran, sobre el tema, de una -ignorancia enciclopédica-.

Podría esperarse que los cristianos de España, estrechamente ligados a los musulmanes durante generaciones, supiesen algo más sobre el Islam. Sin embargo hasta el siglo IX sólo se ha podido encontrar un texto importante, el de Eulogia, -que tiene el defecto de emanar del medio eclesiástico intransigente de los mártires de Córdoba.  Por lo menos logramos enterarnos, gracias a él, de lo que se contaba sobre Mahoma en la polémica anti-musulmana de España.  Hay que resaltar, anota Claude Cahen, que para hablar del Islam y su profeta, Eulogia no se refiera a ningún texto musulmán, ni siguiera a algún texto cristiano del dominio musulmán, sino a un manuscrito de origen indefinido, leído por él en Pampelune, es decir en -la zona de guerra política entre dos confesiones-.

Más allá de los Pirineos el grado de información no era mejor.  Verdad es que algunos peregrinos, los ingleses Arculf (670), Willibaldo (hacia el 725), y más tarde el francés Bernard de Corbie (hacia el 865), habían ya dado algunas informaciones sobre las condiciones de los viajes en Oriente.

El cronista Fredegario sólo conoció de la historia musulmana la conquista de Occidente.  De manera general, las pocas nociones que Francia tenía sobre el mundo musulmán tenían relación con sus conquistas en España.  Todo esto significa que los lugares en los que se desatarían las Cruzadas fueron aquellos en  los que el conocimiento del enemigo musulmán era más insignificante.

Watt Montgomery reconocía por otro lado, que hasta la época de las cruzadas el conocimiento del Islam estaba plagado de errores: -se representaba a los sarracenos como idólatras que veneraban a Mahoma, cuando para algunos Mahoma era un mago y, a veces, hasta el diablo mismo-.

La imagen medieval del Islam descansaba sobre cuatro afirmaciones: es la religión de la violencia; es la perversión deliberada de la verdad; es la religión del libertinaje; Mahoma es el anti-cristo.  Abundan los escritos que ilustran esta imagen negativa.  Sin duda -comenta Mustafá Benchenane- Europa buscaba situarse oponiéndose.

Montgomery hace incapié por su parte, en que los europeos, al afrontar el Islam, pretendían llevar la guerra de la luz contra las tinieblas, agregando no sin ironía: -puede entenderse hoy que las tinieblas imputadas al enemigo no fueran sino la proyección de las tinieblas que nos habitan, y cuya existencia pretendemos negar.  Visto así, la imagen desnaturalizada del Islam debe ser considerada como la proyección de un lado oscuro de la personalidad europea-.



1      2      3
El Imaginario Colectivo Occidental sobre Oriente    ( hoja 1 )